La noche que violaron a la tía fue la más feliz de su vida. No imaginaba que dos hombres solos pudieran hacer tantas maravillas. Para ella que siempre fue tan reservada y pudorosa, que jamás había tenido el placer de desnudarse ante otro y que ya estaba por cumplir los cincuenta años, esa violación fue más un gran regalo de cumpleaños que un insulto. Primero la tiraron al piso en esa esquina solitaria y luego se dieron gusto con ella, uno a uno, por turnos. ¿Qué hacía una mujer andando por una calle de esas? Caminando, respondía ella, caminando, ¿qué más se puede hacer cuando en tu casa nadie te espera y el ejercicio te ayuda a superar las penas? Remataba al punto. Y no estaba muy equivocada en sus cuestiones, no había razones para temerle a una avenida poco transitada, una mujer madura y sin afanes, ni antojos no suele ser víctima de nadie, dinero no cargaba y de suculenta ella no tenía nada.

Los violadores se llamaban Martín y Alejandro, ella lo supo porque cada uno pedía amablemente al otro, con su nombre y todo, que le cediera un momento el turno. La tía, silenciosa, calmada y relajada, escuchaba cada cosa y aprendía. De dolores no estaba muy lejana porque siempre, desde edad temprana le dolía una pierna o le maltrataban los cayos o le dolía fuertemente la cabeza y ni para que hablar de aquellos días veintiocho que a la cama la tiraban. Acostumbrada vivía con los males que la edad le traía y esto que al principio parecía tan violento, poco a poco fue adquiriendo un ritmo y mentalmente cantaba: Tucu tu, tucu tu, tucu tu tucu tuuuuuuuu. Un bolero, a veces parece un bolero, otras se siente más caribeño todo esto, parezco en una hamaca en Cartagena.
De todo esto quedó embarazada la señora y afirmaba que parecía milagrosa la violada y medio de una felicidad contagiosa celebró el bautismo de su hijo amado. El nombre que encontró oportuno para la criatura fue Martín Alejandro, en honor a sus padres, como se acostumbraba, como es debido hacerse, además bonito combinaba. ¿Qué otro podría encontrar más perfecto y sonoro? Sí, ese nombre le agradaba. Lo extraño de todo esto fue que el muchachito creció y una noche no llegó, con todos los vestidos y tacones se escapó, los mejores, los de lujo se robó y con pelucas y mitones un espectáculo montó.
Una noche la tía, que acostumbraba repetir el paseo cotidiano, quizá con la intensión de volver a sentir aquel ritmo en la hamaca, se encontró un lugar que le pareció novedoso. En una de sus paredes había un cartel con una mujer muy parecida a ella y con el vestido negro que se puso para bautizar a su hijo. Entro al bar, se sentó en una mesa cerca al escenario y vio como, magistralmente, entraba una mujer con traje rojo, cantando y bailando, feliz. Ella se acercó, reconoció a su hijo, un brindis le ofreció, le dio la mano y éste le ayudó a subirse al escenario, allí se abrazaron y cantaron juntos un bolero de amor. Esa noche, en el bar de la tía, dos tías cantaron.

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